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Desperté con un pensamiento fijo: “Hoy tengo que parar un rato.” ¡Y claro! Con lo de anteayer… A lo mejor exagero un poco; no estoy tan seguro.
Anteayer anunciaba ser un día como todos. Me levanté a las seis y diez, prendí la radio para escuchar las noticias, puse a calentar el agua para prepararme un café y mientras tanto, repasé los temas que iba a dar en las clases de 2º y 4º año. ¡Ah! y 5º B, porque fue lunes, y los lunes tengo la mañana completa.
Tomé un café bien caliente, y enseguida salí a esperar el colectivo. Hacía mucho frío, y me envolví en la campera. ¡Cómo se demoraba! Era algo de no creer, como si uno viajara gratis encima. Bueno, este no es el lugar para sacarme las rabias, ya sé. Pero así empecé el día.
Por fin llegó el coche. Subí, pasé la tarjeta, y me fui al fondo. Parado, me sostuve con una mano, y puse la otra en el bolsillo. No sé muy bien, pero creo que dormité unos segundos. Sólo uno o dos, porque al momento escuchamos un ruido espantoso, y... “¡Nos bajamos todos!”- gritó el chofer. Nada más ésto me faltaba.
Menos mal que se rompió a cinco cuadras del colegio. “Me voy caminando nomás” pensé, y salí casi corriendo. No me podía demorar. Así, corriendo más que caminando, saludé a Barzola, el del taller, que tomaba unos mates fuera de su casa, como esperando los clientes. También vi a Zulma, la de la guardería, que esperaba con muchas expectativas a los chicos. Ella sufría cada vez que las mamás se llevaban antes de tiempo a los nenes. ¡Qué cosa ¿no?!
Bueno, parecía ir todo normal. Llegué a la escuela, pasé por la rectoría, por la secretaría, firmé los papeles y libros, y llegué al aula de 2º. Ahí comenzó la vorágine: gritos, preguntas inoportunas, molestias, risas, complicidades, y todo eso que pasan en las aulas de un secundario.
La jornada no tuvo mayores sobresaltos –salvo la discusión con el de las fotocopias que me perdió los apuntes- hasta que llegó el mediodía. Fin de clases. Gritos, corridas, empujones. Y la escuela quedó vacía.
Como en 5º B tomé exámenes, tuve tiempo libre; así que adelanté la papelería de libros de temas, curricum, y todo eso que me quita cada día quince hermosos minutos de la vida. Como me sobraba tiempo -y no sé bien porqué- se me ocurrió la idea de irme caminando de regreso a casa. No me iba a demorar mucho más, y además el sol del mediodía estaba bárbaro. Salí por el portón de atrás, camino de la plaza. Volví a pasar cerca del taller, pero con la diferencia de que se había transformado en un solo ruido. Era ensordecedor. “¿Cómo vive este Barzola?” -se me ocurrió.
Seguí y encontré en medio de la plaza a Marta, que estaba con su hijo jugando ahí. La saludé, y como nunca, se levantó y me saludó radiante. Me asombró mucho esa expresión por lo que me arrimé más para no parecer descortés. Y ahí quedé, pensativo, casi en otro mundo.
Ella se agachó para agarrar a su hijo –se llama Martín, y tiene siete añitos-; orgullosamente me lo mostró. Enseguida me di cuenta que el nene era especial –por la carita ¿no?- y él, sonriente, me tiró un beso con la manito izquierda. Marta lo dejó en el pasto, entretenido en su abstracto mundo de juegos, balbuceos, y quién sabe qué cosas. Me contó que estaba feliz porque Martín le había señalado el parquecito como queriendo dicirle: “Vamos mami… el día está lindo… hoy ya no llueve… ¿Si…?” “Nunca hizo algo así” -me dijo.
No pude decirle nada, una sonrisa escondió el nudo que se me formó en la garganta. Saludé a Martín con la mano y seguí. Quería llegar a casa pronto.
 
Al llegar, algo me hizo preguntar “¿qué me pasa?” No sé que fue, pero con eso comenzó una de esas tardes que, casi seguro, no voy a olvidar por mucho tiempo.
Después de comer saqué el sillón al patio. Y empezó la demolición, o ¿cómo tendría que decirlo? Sí, demolición está bien.
No aguanté más. Empecé a preguntarme en serio qué era eso que sentí en lo profundo del corazón, que me movió todo, cuando pasé por la plaza. La respuesta salió después de un rato, cuando estuve un poco más tranquilo. Y no era nada de otro mundo.
Y… es así: mi vida no está llena de cosas; la llené solito. Y bue… si la llené tanto, casi casi me transformé en un Barzola: el ruido no me deja un segundo. Y si creés que te salís un ratito, el eco te sigue martillando adentro. Me parece que si me hace tanto eco, es porque debo estar medio vacío. Y claro, con la simpleza de un gesto, Marta pudo más que todos los procesos mentales que me vengo planteando desde hace más de un mes. Me rompió el esquema.
“No todo es cuadradito, el amor es algo que le gana a todos los planes y proyectos del mundo.” Esa conclusión saqué. ¿Qué tal eh? No es poco, pero ahora va lo mejor, o al menos, lo que más me ayudó a poner los pies sobre la tierra. “Y como no todo es cuadradito, a eso que se escapa de todo control, hay que ubicarlo en la vida, pero no se puede a la manera del colegio, como en una casilla horaria. Imposible”. La trama de la vida muchas veces me hace olvidar esto: sólo trabajo; sólo arreglo mi casa; sólo tengo que corregir exámenes; se trata de correr para que la vida no me atropelle. ¡Mentira! ¡Tengo una vida, regalada por Alguien que me quiere muchísimo y… tengo que vivir! ¡Eso es genial! ¡Quiero vivir! No puedo dejar que el mundo se lleve lo más precioso que tengo: el día maravilloso que hoy Dios me regala. Y esto no es cuento.
No me resulta fácil escribir cómo pienso hacerlo, pero me parece que más que hacer, tengo que ponerme en una actitud de apertura. Sin duda, son más Martas y Martines que las que me imagino las que viven en mi barrio. Tengo que abrirme. Abrirme al amor. Porque el amor necesita un lugar abierto, que sino, no fuerza la puerta. Y eso que me mostró Marta era amor. Amor que deja la vida por aquel a quien ama. Amor que no se interesa tanto por el propio proyecto si ve que el amado puede estar queriendo otra cosa. Amor que sabe ceder para ver feliz al otro, a quien también ha visto darse todo, jugarse por uno. Y el amor ni es cuadradito, ni encontraba en mí algo más que corridas y casillas horarias.
Y claro, hoy me doy cuenta que no soy el único que necesita tiempo.
Dios necesita tiempo…“mi tiempo”.
Me quiere amar, decirme cuánto me quiere, y yo no lo dejo hablar.
Es así. No hay nada más que decir.
“Hoy tengo que parar un rato”, un rato que dure más o menos veinticuatro horas. Un rato para abrirme a la verdad del amor, para encontrarme con Dios que me está amando y jugándose por mí. Y esto tampoco es cuento. Él está a cada paso, en cada momento.
Tengo que abrir el alma: no puedo dejar que la rutina me lleve la vida; no puedo dejar que la carrera de todos los días le quite el tiempo a la Persona que más me ama en el mundo; no puedo conformarme con que el día llegue a su fin, si en él no tiene cabida el Señor del Tiempo y de la Historia; no puedo y no quiero nada de esto. No quiero dejar absolutamente de lado lo importante por lo urgente. No quiero que le gane a Dios la vertiginosa tarea laboral, más bien, quiero que sea un camino que me lleve también a encontrarlo a Él, que me sostiene, y que me da las gracias para servir con firmeza en la construcción de un mundo más bello, porque más bueno, porque más verdadero, porque más unido… Unido en el Amor.
            Entonces ya no será “Hoy tengo que parar un rato”, sino más bien: “Hoy quiero caminar con Dios, y en Él descansaré, y con Él… frenar un rato…un rato de más o menos veinticuatro horas”.

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